

Nunca me ha gustado caminar entre los cambios de metro, sin embargo recuerdo con alegría aquella mañana de ese viernes. Mientras esperaba el metro mi mente solo respondía a los compases de una canción que hasta ahora no logro entender. Escuché un ruido y mis ojos se abrieron. Al subir al vagón noté un rostro familiar que se movía en dirección contraria y me confundió. Titubeando logré recostarme sobre la ventana sin saber que hacer. De pronto comencé mi rastreo cotidiano. Había frente a mí un gran libro de cubierta violeta que llamaba mi atención. Es más, había unos ojos marrones que pude observar con claridad a pesar de la distancia. Vestía de blanco, azul, negro y verde. Tenía el cabello negro y rara vez levantaba la mirada del gran libro de cubierta violeta. Me impresionó el meneo de su cuerpo al compás de las curvas del trayecto. Con que fuerza sostenía su libro, que intensidad veía en su lectura. Nuevamente no sabía que hacer, mostrar o decir. Con algo de esfuerzo seguí respirando con tranquilidad. En realidad no hacía nada, todo lo hacia Ella sobre mi corazón. No llevaba carpeta así que supuse que la parada María Cristina sería su destino, pero no fue así. Ya ni siquiera escuchaba lo que escuchaba, me había transportado. No quería nada, era perfecto observarla sin decir una sola palabra. Por unos instantes no recuerdo lo que sucedió, pero la vi guardando su pesado texto en una bolsa de mano y ponerse de pié. También era mi parada, así que baje detrás de ella. ¿Qué podía decirle? Muchas ideas invadieron mi cabeza. Caminé hasta las escaleras y al subir confirmé que estaba en la dirección correcta. Doblé un pasadizo y otro a unos 10 metros de distancia. ¿Podríamos compartir el mismo destino? Un segundo después la vi doblando hacia la derecha y subir otras escaleras. De pronto me detuve y no avance más en medio de los cuerpos. Vagamente recuerdo que llovía por las calles y la chica de la cubierta violeta ya no estaba más.
Acabo de leer una artículo que ha inspirado este post sobre la madre de todas la ciencias ...la paciencia. En realidad creo que nos puede aportar mucha calma en nuestras vidas tan agitadas bajo las órdenes del tiempo. La paciencia la podemos entender como “la virtud de prever la duración de las actividades, saber usar el tiempo necesario para cada una de ellas”. Cortázar solía escribir que por inercia las cosas duran más de lo planeado, y realmente creo que es así. Sin embargo siempre he estado aconstumbrado a cumplir mis objetivos en corto tiempo, para luego ponerme nuevos y así sucesivamente. Ahora en cambio, disfruto releyendo libros, cantando la misma canción 4 veces o simplemente contemplando. Es relajante.
Desde hace algunos años el tiempo que es la cereza de nuestro helado, juega un papel muy importante en nuestra sociedad. He hecho una prueba y me he encontrado con varias sorpresas. Cuando haces las cosas con calma, disfrutas más de los detalles que a veces pasan desapercibidos en las acciones cotidianas. ¿Existen acciones cotidianas? ¿Qué tiene de malo disfrutar de una café de 30 minutos pensando en tus ideas? En época de estudios es necesario dejar que nuestras ideas se decanten lentamente. Eso conlleva a vivir con tranquilidad en el alma y sin estrés producto del tiempo.
“Nada hay más sagrado que la integridad de tu pensamiento” Emerson.